APARCADA
Le aparcaron la silla de ruedas en el rincón de los rosales, al sol, como cada mañana. En su cascada de días monótonos y nebulosos, aquellos momentos eran los únicos que tenían vida: allí, al sol, que le calentaba lentamente la sangre perezosa y los huesos castigados. Poco a poco le volvía la vida y con ella los recuerdos: no era capaz de recordar qué había comido en el desayuno, ni siquiera si lo había tomado, pero su vida anterior a aquel geriátrico estaba viva hasta el detalle en su memoria y volvía día tras día a su mente. Nació mujer, pobre y en unos años oscuros, sólo eso ya era una condena. Sus hermanos varones pudieron ir por un tiempo a la escuela antes de empezar a trabajar los campos, sabían leer y contar, por muy torpemente que lo hicieran. Ella no, ella desde que podía recordar ayudaba a madre en la casa o iba con las cabras al monte. Al llegar a los diecisiete, su padre decidió casarla con un vecino, cuarentón, hosco, con la dentadura podrida. A cambio la familia recibiría un huertecillo al lado del río, que aseguraba fruta y verdura para todos.
Madre lloró y suplicó que no casara a su chica con aquel bestia, pero padre dio un gran puñetazo en la mesa “Una boca menos, un huerto de más y comida caliente para la muchacha el resto de su vida”. Así acabó la discusión y ella pasó a su marido casi en calidad de bestia de carga: trabajó sus campos, cuidó su casa y sus animales y le parió nueve hijos. Como siempre que llegaba a ese punto, una lagrimilla asomaba a sus párpados legañosos.
A los dos mayores se los mataron en la guerra, tres murieron de chicos: uno al nacer y dos de garrotillo. Los otros se dispersaron por las capitales, buscando el futuro que el campo les negaba. Y el último, su Juanillo… si él supiera que estaba aquí, sola y vieja… seguro que iba a sacarla para llevarla con él. Siempre fue su niño querido, tan dulce y sensible, siempre detrás de ella, entre cazuelas y escobas.
Su marido les observaba con gesto torvo, hasta que se levantaba, se sacaba el cinturón “¡¡¡ Maricón, más que maricón!!! Y tú, a saber con quién me habrás engañado para parir a ese mostrenco…” Y la emprendía a zurriagazos con el chico y con ella, más con ella porque intentaba proteger al niño con su cuerpo.
Así una vez y otra, hasta que un día, con quince años, su Juanillo se marchó; se despidió de ella llorando y ella lo entendió: le dio las pocas pesetas que guardaba en una lata y se sentó mirando el fuego hasta que no le quedaron lágrimas.
Y se quedó sola, primero marcharon sus hijos y luego, al menos un alivio, murió su marido. Vendió sus pocas tierras para pagar el entierro y adecentar la casa y se puso a jornal, en el campo, en el lavadero, en la matanza… y así años y años, hasta que su cuerpo dijo basta y el mosén movió sus contactos para meterla en el asilo. No…, geriátrico le llamaban ahora....
- ¡Manuela¡ Uy, por Dios, que no me he olvidado de ti ni quiero que te pongas negrita como una faria, aquí al sol – la risa atropellada de Eva, la cuidadora, que llegaba corriendo para empujar su silla otra vez de vuelta al comedor- Es que hemos tenido reunión con los del sindicato, y no veas que lío… qué suerte has tenido, Manuela, de no tener que trabajar en una empresa, a sueldo…..
Este bonito cuento es uno de tantos que mi prima MARISOL escribió hace tiempo y que me dió permiso para publicar porque su timidez le impide publicar
gracias MARISOL.
LEONOR